El año sin luz IV
Al día siguiente se vieron pisadas en la nieve pero nunca se encontraron los cuerpos. Eran pisadas erráticas. Las había de personas solas, las había de grupos también. En un momento determinado las pisadas desaparecían y lo único que había delante era un manto blanco inmaculado, virgen.
Al día siguiente vimos árboles tumbados, árboles torcidos, árboles suplicantes, azotados, arrancados por el viento y más blanco, todo blanco, y ni un alma, ni un sonido, sólo el de la ventisca.
Al día siguiente se miró en garajes, se miró en sótanos, en cuevas y en huecos subterráneos de la Tierra, pero no se encontró vida. Seguía el silencio, ese silencio puro y frío, una especie de suspiro final natural, enorme, gigantesco, de dimensiones infinitas que abrazaba todo y helaba la carne.
Al día siguiente no se veía a nadie, tampoco se oían lamentos ni lloros, un silencio resignado. Sólo cabía apretar los dientes y beber nieve. Se acabaron los perros, se difuminaron los niños, se acabaron las risas y las carcajadas. Fue el año sin luz, el año sin Sol, el año en que todo se nubló, el año en que las noches daban paso a un resplandor morado opresor que volvía a convertirse en negro, un negro cada vez más dominador, sometedor del resplandor, experto en lo lúgubre, encubridor del peligro y del miedo. El año sin luz, ese año empezó todo.